Si podéis, no dejéis de ir a Nepal. Es un país diferente. Todo lo que construye el hombre ahí es pequeño, hasta lo son los hombres y las mujeres. Pero todo lo que ha construido la naturaleza tiene dimensiones colosales. Ver el Himalaya de cerca es una experiencia inolvidable. Creo que es por eso que el ser humano, allí, se siente tan pequeño.
El Valle de Katmandú tiene tantas cosas para ver, que si no
lo haces con tiempo, puedes acabar con la sensación de haberte quedado a
medias. Cada rincón, cada plaza, cada pueblo, cada ventana (son especialmente
bellas y todas talladas en madera, verdaderos tesoros), cada persona, cada rito,
cada curiosidad, vale detenerse un rato y comprenderlo.
Templos dedicados a las ratas, una niña que es considerada
una diosa (la Kumari), rituales en los que se sacrifican centenares de bueyes a
la vez, ofrendas diarias, señales de ritos de paso delante de las casas,
campanas inmensas (quizás son la única cosa grande en el país), monasterios
budistas, santones, refugiados tibetanos... y los hippyes que llegaron en los
70, las expediciones de escaladores, los turistas y los que se quieren retirar
del mundo.
La fotografía que comparto es de uno de los lugares que más
me gustó. Es una zona del Valle de Katmandú: La estupa de Swayanbhunath,
complejo religioso muy importante para el budismo. Alrededor de la estupa se ha
constituido un núcleo rural en el que habitan los refugiados tibetanos. Se
dedican al comercio de piezas de cobre y las mujeres a la confección de
alfombras.
Fue la primera vez que vi monjes niños. En el budismo todos
los niños, alguna vez en la vida, deben ir al monasterio y convertirse en monjes
por un tiempo. Es el máximo honor que puede tener una familia y, a la vez una
fuente de transmisión de la tradición y el saber.