El paso del río Neva por San Petersburgo tiene una belleza indescriptible. Es un río corto, apenas 80 kilómetros desde su nacimiento hasta su desembocadura en el Golfo de Finlandia, pero es uno de los tres más caudalosos de Europa, sólo superado por el Volga y el Danubio.
Su belleza no ha pasado desapercibida a lo largo de los siglos. Las distintas cortes de zares rusos han situado sus principales palacios en sus riberas y los puentes que lo cruzan son verdaderas obras arquitectónicas. Ese ha sido uno de los motivos por los cuales, junto con el centro histórico, fue declarado Patrimonio Universal de la Humanidad por la UNESCO.
Los habitantes de la ciudad lo consideran parte de su vida. Acuden a él para realizar sus fotos y fiestas familiares y, como no, para contemplar el maravilloso espectáculo de las noches blancas, una famosa fiesta de fuegos artificiales y velas, que se celebra en el solsticio de verano, en el que el sol no se pone hasta medianoche y no oscurece en toda la noche.
La fotografía que hoy comparto es de una de las esculturas de bronce de una de las orillas del río. Una maravillosa obra de arte en una pequeña plataforma de embarque.