Viajar a Thailandia es adentrarte en un mundo lleno de peculiaridades. Si, además, es la primera vez que pisas suelo asiático, el contraste puede ser brutal. El calor sofocante que te golpea con sólo bajar del avión discurriendo por el finger hacia la terminal, la lluvia que cae tan torrencialmente que te parece que nunca antes has visto llover, una vegetación exhuberante que hace que las orquídeas crezcan espontáneamente parásitas en los troncos de los árboles incluso en la ciudad, un país de gente amable y sonriente, un patrimonio cultural espléndido, la única monarquía de la zona asentada desde los tiempos del Reino de Siam, una forma peculiar de contar la edad de las personas y, sobre todo, una capacidad para el comercio y el intercambio que sólo se puede entender en el sudeste asiático, son sólo ejemplos de esa peculiaridad.
El fruto de esa capacidad de intercambio y del comercio son los mercados. Cada ciudad, cada pueblo, cada aldea tiene su mercado al que acuden los artesanos, campesinos, amas de casa, pescadores..., cada uno a ofrecer sus productos: verduras, frutas, carne, comida, aceite de coco, pescado, cestos, alfombras vegetales, helados caseros, animales vivos, huevos, dulces, insectos, crustáceos disecados, productos de artesanía popular.. todo cuánto os podáis imaginar.
Pero la singularidad de los mercados thailandeses es que algunos son flotantes. Me explico. Una red de canales en los que se asientan los palafitos de los habitantes del pueblo permiten la circulación de barcas de madera en las que los vendedores llevan sus mercancías para comerciar e intercambiar. El más famoso de estos mercados se encuentra en Damnoen Saduak, a cien kilómetros de Bangkok.
A primera hora de la mañana cientos de comerciantes llegan a este mercado con sus barcas cargadas de mercancía: hombres, mujeres, ancianos reman con fuerza para mover sus botes y conseguir vender todo el género. Es uno de los lugares en los que cualquier fotógrafo se siente feliz. Los rostros de las personas, los gestos en el regateo, el caos de barcas de comerciantes mezcladas con las de los turistas (se puede visitar andando por los muelles o bien en barca), la infinidad de productos a la venta, algunos conocidos otros totalmente inéditos, los niños con sus madres, las ancianas remando en sus botes con sus sombreros de paja, monjes budistas también en barca recogiendo las limosnas para el templo, en definitiva, un maravilloso espectáculo.
La fotografía que hoy comparto es la visión del mercado desde el bote en el cual realizamos la visita. Os aseguro que si el espectáculo bullicioso de este canal nos dejó totalmente abrumados, la paz del resto de canales por los que transcurrimos plácidamente viendo el quehacer diario de los habitantes del pueblo, fue un regalo para los sentidos.