Después de compartir con vosotros más de doscientas cincuenta aventuras desde que empecé a publicar las fotografías de mis viajes, hoy os tengo que confesar un secreto. No me gustan las metrópoli. Las ciudades grandes me agobian, no sé moverme por ellas, me siento perdida y tengo muchas dificultades para soportar dos días seguidos en ellas. Sólo hay algunas honrosas excepciones: París, Londres, Roma y Barcelona (ahora mismo no recuerdo ninguna más, pero seguro que la lista podría ampliarse, pero no excesivamente).
Prefiero mil veces las ciudades que se pueden recorrer a pie, por mucho que tengas que andar, en las que la gente todavía se mira a la cara y un extranjero es motivo de curiosidad.
Los amigos siempre me riñen por no conocer Nueva York, la que denominan capital del mundo, pero me da tanto pavor estar ahí y no sentirme bien, que voy dejándolo para mañana.
Este sentimiento es el que tuve en Tokio. Cinco días fueron demasiado para mí, y no será por que no sea una ciudad con tanto por ver que esos días sean, para la mayoría, un período muy corto. Al segundo día tuve que marcharme a respirar a Nikko, una ciudad antigua situada a unos 120 kilómetros al Norte, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
De todas formas, Tokio es una ciudad maravillosa, mezcla perfecta entre tradición y modernidad. Desde los templos sintoistas más espectaculares hasta los barrios tecnológicos más avanzados, de los barrios históricos como Nakano o Meguro a los más actuales plagados de altos edificios de viviendas, oficinas de las principales marcas japonesas de automoción y tecnología, o las más sofisticadas diversiones para la juventud como Shibuya, o como no, el Palacio Imperial, una ciudad dentro de Tokio en la cual parece que el tiempo se ha parado.
Todo precioso, pero si me dan a elegir prefiero visitar, entre otras muchas cosas, un monasterio armenio, un yacimiento hitita, una iglesia románica, un mercado en cualquier pueblo del mundo, un parque natural plagado de fauna y flora protegida, un teatro romano, una catedral, una calle peatonal, un teatro de la ópera, un monumento megalítico, una escuela repleta de niños, un cementerio y sentir en todos ellos que estoy donde quiero estar.