De todas las catedrales que he visitado a lo largo de mis viajes, ninguna me ha dejado tan perpleja como la Catedral ortodoxa de San Basilio en la Plaza Roja de Moscú. Para empezar, su nombre real: Catedral de la Intercesión de la Virgen junto al foso, por el que, seguro, sólo los moscovitas la conocen.
En segundo lugar, por su arquitectura. Es tan distinta a todas las catedrales, incluso las ortodoxas, que parece más un laberinto que una catedral. Articulada en diversas capillas alrededor de una central, dibuja una planta totalmente irregular que se complica de forma exponencial en el segundo piso. Plagada de color por todas partes, con muros decorados con pinturas de santos y escenas bíblicas de colores muy llamativos, alguno de los accesos de las capillas de la segunda planta parecen las entradas de la Real Maestranza de Sevilla: pared blanca, puerta roja y jambas en color albero. Los arcos son muy parecidos en decoración a la Mezquita de Córdoba, con alternancia de colores rojizo y blanco.
Este laberinto de iglesias adjuntas alrededor de la capilla principal, a pesar de seguir una lógica, parece más una obra irracional.
Pero si el interior te descoloca, el exterior no es menos alucinante y es precisamente lo que la ha hecho mundialmente famosa: una arquitectura única con sus cúpulas multicolores en forma de bulbo. Aunque parecen de inspiración bizantina u oriental, la verdad es que son fruto de la imaginación de los arquitectos que diseñaron esta catedral en época de Iván el Terrible.
Está declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1990.