Cuando visité Egipto uno de los lugares que más ansiaba conocer era el templo de Abu Simbel. Llegar a él no es fácil puesto que no se puede hacer sin tomar un avión desde Asuán, para sortear el Lago Nasser que cierra su famosísima presa, o recorrer sus orillas a lo largo de 300 interminables kilómetros por la región de Nubia.
El templo se construyó durante el reinado de Ramsés II en el siglo XIII aJC, como homenaje al faraón y su esposa Nefertari, para conmemorar la victoria sobre los belicosos pueblos nubios a los que sometieron. No se trata de un templo construido sino excavado en una colina rocosa.
En el año 1968 se desmontó piedra por piedra, tallándolas una a una, para rescatarlo de las aguas del Nilo que lo hubieran anegado por la construcción de la presa y el embalse que se formó al otro lado. Se trata de un lago artificial que tiene más de 500 kilómetros de longitud, al que arriban las aguas de las crecidas del Nilo, el río más largo de África, desde el Lago Victoria en Tanzania.
Tuvimos la suerte de visitarlo todo, el templo y su soporte. Cuando digo soporte me refiero a la estructura de hormigón que reproduce la colina del enclave original. Se trata de un cuarto de esfera hueca en la que diversas escaleras y pasarelas metálicas permiten ver la gradiosidad del espacio y todas las instalaciones que son necesarias para el buen funcionamiento del monumento (iluminación, climatización, canalizaciones de agua....).
Si el templo impresiona en toda su magnitud, la obra de ingeniería que realizaron los técnicos en su momento no se queda atrás.
Pero lo que más impresiona es la precisión con la que hace 34 siglos se excavó el templo. Su orientación hace que cada 21 de octubre y 21 de febrero, los rayos solares penetren por la puerta principal hasta la sala más oculta (el santuario) e iluminen tres de las cuatro estatuas sedentes, excepto la del dios Ptah, relacionado con el inframundo, que siempre resta en la penumbra.
¿Quien da más?.