Resulta prácticamente imposible viajar a Thailandia y no visitar sus templos. Los encuentras por doquier, tanto en las propias ciudades como alejados de ellas, a modo de monasterios. Son lugares en los que los thailandeses te acogen sin ningún tipo de reparo, ya que para ellos la visita de un extranjero no supone ningún problema.
Se trata de lugares acogedores, silenciosos, en ocasiones, y en otras sumamente bulliciosos, en los que los monjes budistas, con sus túnicas color azafrán, recitan sus mantras de forma constante y reciben los obsequios de los feligreses de los cuales viven y se alimentan.
Ser monje no es una condición vitalicia, al menos para la mayoría de los hombres tailandeses que, por lo menos, una vez durante su vida, toman los hábitos y comparten con las comunidades la vida monástica durante tres meses. Esta circunstancia, que apoya toda la familia, es uno de los principales motivos de orgullo para un tailandés.
Una de las fiestas más celebradas es la Pascua Budista. Tuvimos la suerte de poder celebrarla en un monasterio cerca de Chiang Mai y fue una de las experiencias más divertidas de nuestros viajes. En el monasterio, a primera hora de la mañana, colas de feligreses llevaban sus ofrendas para el templo y para manutención de la comunidad de monjes. Por ser un día muy especial de fiesta, muchas señoras cargaban unos cuencos de plata profusamente labrados, forrados de tela de terciopelo, llenos de comida y algún que otro paquete de tabaco. Arroz cocido en unos recipientes de bambú con tapa, una especie de paquetitos de hojas de bambú rellenos de carne, pollo en salsa, dulces, caramelos y algún pastelillo de arroz eran algunas de las ofrendas al templo.
Ya sabéis cuánto me gusta integrarme en el país y participar de sus tradiciones. Enseguida entablé comunicación con las señoras tailandesas y me cedieron uno de los boles de plata para que pudiera realizar mi ofrenda en el templo con ellas. Ya os podéis imaginar, todo entre risas, curiosidad mútua y sin posibilidad de comunicación verbal, ya que ninguna de ellas hablaba otro idioma que el suyo propio, totalmente desconocido para mí.
Después de la ofrenda, que se depositaba en unas mesas situadas contra las paredes del templo, nos sentamos en el suelo, en alfombras, mientras los monjes rezaban sus oraciones en la parte frontal. Formamos tal algarabía, con nuestra risas y conversaciones, que uno de los monjes tuvo que venir a llamarnos la atención, pero no de una forma agresiva, todo lo contrario, con una sonrisa en la boca, con esa sonrisa que es el símbolo de Thailandia.
Después de la celebración tuve la fortuna de poder participar en el reparto de comida a la comunidad budista. Cada monje con su cuenco pasaba por las mesas de ofrendas y les servíamos su almuerzo en un humilde cuenco y una taza metálicos. Su sonrisa de gratitud era un bálsamo para el espíritu. Una experiencia mística.