Decir Kremlin y todo el mundo asocia este nombre a poder, a un poder que se materializó de forma ostensible durante la llamada Guerra Fría, en la que dos mundos totalmente opuestos, lucharon en la sombra y crearon a su alrededor una red de países aliados o afines, algunos con más obligación que devoción, pero al fin y al cabo, todos escribieron una página de la historia de nuestro mundo más reciente.
Pero pocos son los que asocian este nombre a un recinto amurallado en el cual se alojan maravillas artísticas y arquitectónicas dignas de cualquier gran imperio. Personalmente, me sorprendió y para bien.
Excepto unos pocos edificios que todavía conservan el carácter militar y gubernamental, el resto son palacios y catedrales espectaculares. Hay que tener en cuenta que el Kremlin es a Moscú lo que la Casa Blanca es a Washington, ya que en él tiene su despacho el Presidente ruso, Vladimir Putin, aunque su residencia se encuentra en Ruvlievo, una zona exclusiva a las afueras de Moscú.
La muralla del Kremlin actual se construyó en el siglo XV, y consta de la muralla propiamente dicha y de diversas torres o torreones, algunos de ellos de una belleza impresionante. Su misión era defensiva, a la que se le unía el rio Moscova que actuaba igualmente como barrera natural. Esta muralla, junto con la Plaza Roja, fue declarada Patrimonio Universal de la Humanidad por la UNESCO.
Me gustó especialmente contemplar la muralla desde el exterior, y no precisamente desde la Plaza Roja, sino desde el Jardín Alexander, justo a la salida de la Armería, caminando bajo un sol cálido de otoño, excepcionalmente cálido, dirigiéndonos a pie en un paseo inolvidable hacia la tumba del soldado desconocido que se encuentra en ese mismo jardín.